domingo, 20 de diciembre de 2009

Presea Gabriel Ibarrola

Gabriel Ibarrola Arriaga (Q.E.P.D.) vivio en la vieja Valladolid, presbítero, escritor y precursor del movimiento scout en Michoacan, hasta la fecha se le recuerda por su libro "Familias y casas de la nueva Valladolid" que en este mes fue reeditado por la UMSNH, a decir de la rectora de la institución este libro es uno de los mas importantes que se hayan impreso en Morelia, sirve como guia para entender la ciudad, cuidarla, respetarla y acercarse a su historia cotidiana, es una obra indispensable donde se narra cada detalle de la edificación de Morelia y sus pobladores.
Además el Padre Gabriel fue el promotor y fundador del Grupo Scout 1 de Morelia que con mas de 60 años de vida activa, continua apoyando en la formación del carácter de niños y jóvenes a través de la promesa, la ley, los principios, virtudes y el método Scout, mismos que fueron arraigados por nuestro fundador en cada uno de los que han participado y participan en esta gran hermandad.
Desde hace muchos años a manera de homenaje el Grupo 1 tiene la tradición de reconocer con la PRESEA GABRIEL IBARROLA a la(o)s muchacha(o)s que mejor viven el escultismo dentro y fuera del grupo, en este evento se reconoce al mejor elemento de cada sección.

Las preseas de este año fueron para:

Aranxa Navarro Espino ( Manada de Lobeznas )
Leonardo Daniel Perez ( Manada de Lobatos )
Tennessee Guadarrama Morales ( Tropa Femenil )
Arturo Eucario Villaseñor Robles ( Tropa Varonil )
Lorena Anahi Robles Herrejon ( Comunidad de Caminantes )
Antonio Azareel Guzman Alcazar ( Clan )




Navegando un poco en Internet encontré la siguiente narración titulada “Misa de función en Morelia”, escrita por Mario Valverde Garcés, me pareció una experiencia divertida que aquí les comparto esperando que a ustedes también les sea de su agrado.

El otro día, viendo un programa de televisión acerca de los momentos más embarazosos que a uno le han pasado en la vida, enseguida me acordé de una memorable misa en Morelia, donde se presentó una situación que hoy me hace morirme de risa, pero que entonces me mató de rabia.


Yo he tenido una vida muy activa dentro del movimiento scout, y entre otras cosas ayudé al padre Gabriel Ibarrola en la fundación del grupo I de Morelia. Esto significó que muchas vacaciones, solo o en compañía de otros, me las pasé ya en la ciudad, ya en campamento, o en ambas partes con motivo de este proceso.


El padre Gabriel, en la parte trasera de su casa, una de las viejas casonas de Morelia, instaló los “rincones” de patrulla de los scouts y era allí donde dormía o dormíamos cuando pasábamos a Morelia; las comidas no eran problema porque si no teníamos invitación de los scouts, cosa muy rara, le caíamos a comer al propio padre Gabriel.

Una noche, ya para irnos a dormir, me buscó el padre.

–Mario, te invito mañana a una misa, quiero que me ayudes (todavía en esa época se usaban los acólitos para ayudar la misa, y yo era un experto).

–¿A qué horas?

–A las seis.

–¿Qué? ¡Hijo! Padre, es muy temprano.

–No importa, si no quieres, no hay problema, pero como es un colegio de muchachas pensé que te interesaría ir.

–Bueno, padre, creo que iré con mucho gusto.

–Sí pues. Al cuarto para las seis te veo en la puerta.

Realmente la oportunidad de ir a un colegio de muchachas era un atractivo, aunque fuera a misa.

Limpié cuidadosamente mis zapatos, preparé mi otro uniforme; en ese tiempo, mi equipaje era muy ligero, simplemente llevaba yo un uniforme puesto, y el otro en la mochila.

Al día siguiente me levanté a las cinco, me bañé, me peiné cuidadosamente y me puse mi uniforme scout con todos sus aditamentos: cordones, cuchillo, pañoleta, sombrero colgado de la hombrera y ese día hasta una capa pelerina, mi más preciada posesión que le había yo comprado a un ex cadete del Colegio Militar (seguramente se la robó) que vivía frente a la casa y en la cual invertí todos mis ahorros.

Al verme en el espejo de la entrada de casa del padre, me sentí satisfecho; la verdad que a pesar de lo extraño del uniforme scout, pantalón corto, medias etc. (hoy resulta realmente conservador comparado con las fachas en las que algunos salen a la calle, pero entonces todavía lucía extraño), me sentía yo todo un galán dispuesto a conquistar a todas las niñas del colegio. (Tenía yo entonces 18 años.) El padre salió faltando cinco para las seis, cuando me vio se rió socarronamente, cosa que yo no entendí hasta que llegamos al “colegio de muchachas” que resultó ser nada menos que un convento de monjas.

–Ya ni la friega padre, hacerme levantar para esto.

Y él, muerto de la risa:

–Yo no te mentí, esto es un colegio de muchachas.

El buen humor del padre era contagioso y yo también disfruté la broma. Arreglé las cosas del altar y aunque la famosa capa me estorbaba un poco, me dije:

–No importa, pobres monjas, que disfruten de la función, completa.
Y con gran solemnidad empezamos la misa. Yo era muy buen acólito, me sabía la misa en latín (entonces la misa era en latín) toda completa, incluso la parte del sacerdote, ya que yo enseñaba a los scouts a ayudar misa para su especialidad de acólito.

Todo marchó muy bien en un principio, mis contestaciones al sacerdote resonaban en la capilla. Estaba yo seguro de haber impresionado favorablemente a la concurrencia; se acercaba el momento más importante de la misa, la comunión de los fieles. Yo me levanté y recogí la campana para pasarme del lado contrario del sacerdote, para ayudarlo a repartir la comunión, hice la genuflexión de norma al centro del altar, me levanté, o más bien traté de hacerlo, y allí, fue el acabose... creo que pisé la orilla de la capa y me fui para atrás: me imagino que di una maroma completa, con capa, sombrero, cuchillo, pañoleta, todo armonizado por la melodiosa campana de cuatro tonos que me siguió todo el tiempo de mi caída.

Aterricé al pie del altar, y medio atontado, sólo escuché las irreverentes carcajadas del padre Gabriel, en coro con las no menos irreverentes del resto de la concurrencia.

Levantarme fue todo un problema, pues tuve que requerir la ayuda de las dos monjas más cercanas. Arreglé lo más que pude mi maltrecho uniforme y durante la comunión pude contemplar los rostros sonrientes de todo el convento.

Ellas esperaban ese día una misa ordinaria y yo les había dado una misa de función.


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